Cuando salió de casa de sus padres, confuso y desganado, apretó el botón del ascensor.
Había pasado ya más de un año desde
que sus padres se mudaran a aquella nueva casa. Como hijo único estaba tan
preocupado porque sus padres vivieran en un tercero sin ascensor que, casi sin
consultarlo, les había “obligado” a mudarse. Buscó un edificio muy cerca de la
antigua vivienda para que no echaran de menos a amigos, conocidos, entorno...
Contento y satisfecho con su decisión, encargó el camión de mudanza.
Su madre se había opuesto
férreamente. Decía que si se encontraban tan bien de salud era gracias a tener
que bajar y subir aquellas escaleras.
Así, cada vez que llamaba o visitaba
a sus padres, su madre se apresuraba a contarle interminables pequeñas
desgracias que por el arte de su sutil narración acababan sí o sí, haciendo
responsable al ascensor. La buena mujer, empezó a achacar todos y cada uno de
sus pequeños y grandes males al haber dejado el hábito de subir y bajar
escaleras.
No recordaba una única conversación
en aquel último
año, donde no le atormentase quejándose. Salía siempre de aquella nueva casa
con esa misma sensación que se balanceaba entre el alivio y la inquietud, la
responsabilidad y el desamparo que
orquestaba su desconcierto y resignación.
Mientras desesperaba con tales sentimientos volteó la cabeza para encontrarse
con la puerta de la escalera que observaba, callada y silenciosa, a su espalda.
Autora: Raquel Valdazo. Psicóloga
ámbito clínico. Colegiada M-22413.
Con todo respeto,no me gustaron sus cuentos..son lugares comunes
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