No era el sabor de la deliciosa comida casera del pequeño albergue
que deleitaba el paladar de la reina, ni el olor de la lluvia impregnada en la
tierra con trigo y centeno que embriagaba la esencia, tampoco la tranquilidad y
el silencio que llenaba todo, ni tan siquiera el tacto y el olor a madera de la
estancia. En frente de aquel albergue se erguía un majestuoso e imponente
cerezo, que se abría dadivoso hacia el cielo. La reina, que encontró siendo
princesa aquel paraje, se hospedaba allí todos los marzos, cuando el cerezo
irrumpía en flor, alejada de los lujos del palacio.
Los primeros años, la princesa pasó desapercibida, ni siquiera la conocían
en el hospedaje. Pero no tanto por pequeños detalles como por pequeñas
imprudencias, al cabo de apenas 3 años, la visita de la “ya coronada reina” era
el secreto mejor conocido de toda la comarca.
Muy pronto, el pequeño albergue empezó a antojarse a acaudalados
vecinos, y de abril a febrero hicieron una gran reforma. La reina echó de menos
el tacto y olor de la antigua madera, pero estuvo feliz.
Sin embargo, al hospedero no le pareció que la reina estuviera tan
satisfecha como antes y fue por ello por lo que despidió a la hogareña cocinera
para sustituirla por un famoso chef. La reina echó de menos la comida casera y
lamentó el reemplazo por algo que le sabía tan familiar. El astuto hospedero
observó a la reina decepciona y fue por ello por lo que al año siguiente, con
la bendición del alcalde y del cura, cambiaron la feria del pueblo para hacerla
coincidir con la estancia de su realeza. Además, en los campos cercanos al ya
famoso hospedaje el paisaje se tornaba ya urbanístico y los campos de trigo y
centeno quedaban más y más lejos.
Así fue como al año siguiente la reina no encontró ni el sabor de
la comida casera, ni el olor de la lluvia, ni el silencio que lo llenaba todo. Pero
entre el jolgorio de la feria, se erguía el enorme cerezo y ni siquiera el
ruido ni el alboroto solapaban la paz que transmitía.
Después de su partida, se reunieron todas las celebridades del
pueblo. Ya que aquel lugar había sido el elegido por su realeza, lo propio era
hacerle un buen homenaje. Así, el marzo venidero talaron el cerezo para poner
en su lugar una estatua real, como regalo a su alteza.
La reina volvió "como reina", llevando por primera vez a todo su comité, para inaugurar
la estatua en su honor. Sonriendo por fuera, llorando por dentro, nunca más
volvió a aquel lugar dedicado a su nombre.
Autora: Raquel Valdazo. Psicóloga ámbito clínico. Colegiada M-22413.
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