Taisir se
había cansado de preguntar a los más ancianos, por qué no buscaban otro lugar
mejor donde vivir. Pero nadie pensaba que eso fuese posible, ni nadie conocía
tampoco de alguien que, tan siquiera lo hubiera intentado.
Así un día
Taisir y cuatro amigos suyos decidieron ascender por el único camino de entrada
y salida a la aldea. El primer tramo era muy escarpado y vertical. Tuvieron que
arrastrarse y escalar como pudieron. Uno de ellos desistió, él sólo podía
caminar de lado, se despidió y marchó.
Cuando
acabó la gruta, Taisir y sus tres amigos se sentían contentos. Después de ese
tramo se abría el espacio y había mucha luz. Todo estaba lleno de rocas grandes
y el único camino parecía seguir ascendiendo.
Algunos
caminaban ya de frente, otros de lado, las rocas no se acababan nunca. Uno de
ellos desistió, se despidió y marchó, caminando de lado.
Pero las
rocas se acabaron. Taisir y sus dos amigos se sentían alegres. Habían aprendido
a caminar de frente. Y comenzó un sendero en sentido ascendente.
Según
subían, la luz era más radiante. Una mañana, cuando les inundó la luz, uno de
ellos desistió, sus ojos acabarían dañados. Se despidió y marchó.
Cuando
acabó el ascenso Taisir y su amigo se sentían satisfechos. Se habían acostumbrado a
la luz y se regalaban a sus ojos paisajes y animales nunca vistos. Desde casi
la cumbre podían ver las sombras que las montañas proyectaban sobre su pequeña
aldea, tan oscura, tan estrecha, tan fría.
Entonces
llegó la noche y también vino el frío. Aunque estaban juntos para darse calor,
el amigo de Taisir desistió, pues echaba de menos el calor de las personas en
su aldea. Se despidió y marchó.
Taisir
miraba con tristeza el descenso de su último amigo. Y allí mismo, en el abrazo a su soledad, le sorprendió la felicidad.
Autora: Raquel Valdazo. Psicóloga ámbito clínico.
Colegiada
M-22413.
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