En el monte Olimpo, donde habitaban los dioses, había un ser cuyo trabajo consistía en asignar un alma a cada mortal. Así, uno a uno, proporcionaba un cuerpo a cada soplido de vida que otorgaban los dioses a los humanos.
Los hijos de Zeus le visitaban con frecuencia y se divertían
prediciendo qué mortal tendría mejor ventura en la tierra.
Una mañana, Ares, Atenea y Hermes discutían fervientemente en qué mente
y cuerpo alcanzarían los mortales más fácilmente su dicha. Ares defendía que
sería el más fuerte, pues conseguiría todo lo que quisiera y sería el más
dichoso. Atenea sostenía que no, que sería el más sabio y con mayor
inteligencia el que fuera más dichoso. Hermes se reía de ellos y afirmaba, muy seguro,
que el mortal más dotado para comunicarse, sería aquél que consiguiera sus
deseos y sería, por tanto, el más feliz.
Cuando pasó Zeus, sus hijos fueron tras él. El trabajador quedó solo
en su inmutable sonrisa, reflexionando en cómo apenas horas antes, las Cárites
se le acercaban para decirle cómo, indudablemente, el ser con mayor belleza y
encanto sería el mortal con más fácil existencia.
Apolo se había levantado pronto y había estado observando,
escondido en la sala, los vaivenes de sus hermanos. Se acercó al trabajador y
le preguntó:
-A tu parecer, ¿qué mortal estaría mejor preparado para tener la mayor
dicha?
El trabajador, en su perenne sonrisa, le contestó firme y confiado:
-“Aquél que se tome más tiempo en conocerse”.
Autora: Raquel Valdazo. Psicóloga ámbito clínico. Colegiada M-22413.
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