Siempre fue un jardín precioso. Hecho con esmero y cariño, pronto
pasó a ser famoso por el diseño, los colores, los olores. Más tarde fue un
punto obligado de visita de los viajeros que pasaban por aquel lugar, e incluso
una referencia para los jardines de toda la región.
Rosas, claveles, tulipanes, amapolas, margaritas, gladiolos,
pensamientos, orquídeas, nomeolvides y un pequeño estanque con blancos
nenúfares, adornaban con detalle cada árbol y arbusto elegidos cuidadosamente para
protagonizar cada estación del año, en un
estallido de tonalidades y fragancias.
Todos elogiaban el jardín, se recreaban con su vista y se
impregnaban de su olor. La paz que trasmitía devolvía felicidad, por eso le
llamaban “el jardín de la dicha”.
Sin embargo había una persona que año tras año, y estación por
estación, siempre descubría fallos, fracasos, malogros, críticas. Sólo él se percataba
de que la nomeolvides no daba flores como antes, era sabedor que el suelo de
los pensamientos era arcilloso y mal aireado, reconocía el amarillo y marchito
césped por las plagas que crecía cerca del estanque, nunca le satisfacían los
tonos de los claveles.
Así se maldecía en su desdicha, sin disfrutar del jardín, su
jardinero, que vivía descontento, cansado, insatisfecho, desencantado,
desilusionado e infeliz…”por culpa de aquel dichoso jardín”.
Autora: Raquel Valdazo. Psicóloga ámbito clínico. Colegiada M-22413.
Muy precioso.
ResponderEliminarMuy precioso.
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