Cuando Adila conoció a Salim, le abrió las puertas de su casa y de su corazón. Adila tenía por casa un palacio.
Adila llevó
a Salim a una de las alas del palacio y se paró delante de una puerta. Adila le
dijo a Salim: “Mi casa es tu casa, sólo te pido que nunca entres a esta
habitación”.
La puerta estaba cerrada con llave, y la llave estaba en un baldaquín, en la habitación de Adila y Salim. Adila entraba y salía de aquella estancia cuando se sentía triste, cuando estaba feliz, cuando sentía miedo, cuando sentía ilusión.
La puerta estaba cerrada con llave, y la llave estaba en un baldaquín, en la habitación de Adila y Salim. Adila entraba y salía de aquella estancia cuando se sentía triste, cuando estaba feliz, cuando sentía miedo, cuando sentía ilusión.
Salim
hubiera dado cualquier cosa por saber qué escondía Adila en aquel cuarto pero
ni siquiera se atrevió a preguntárselo.
Pasaron
muchos años de feliz convivencia antes de que Adila muriese. El día de su
muerte fue el único día en que Salim fue al baldaquín para coger la llave. Sólo
para colgársela en el cuello de Adila.
Así Salim
pudo agradecer a Adila el haber sabido guardar y hacer respetar el secreto de
aquella estancia, fuera el que fuese.
Autora:
Raquel Valdazo. Psicóloga ámbito clínico. Colegiada M-22413.
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